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domingo, 7 de agosto de 2011

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Lo veo a lo lejos. Sin problemas hasta para mí que soy miope. El paisaje es tan llano, que sería imposible no verlo. No se me encoge el estómago. No sé si porque ya lo llevo encogido del viaje con conductora primeriza, o porque el influjo maléfico que ha ejercido siempre en mí, ese trozo de La Mancha, ha perdido todo su efecto. En cualquier caso me alegro. ¿¿Mira que si fuera que ya soy mayor??

Paramos el coche y esperamos a que vengan a buscarnos. La gente que pasa no deja de mirarnos, y tengo la impresión de que, de un momento a otro, alguien nos dirá: -"¿Vosotras de quien sois, chicas?!"-

El pueblo no ha cambiado nada en estos nueve años. Casi me da un escalofrío al pensar que alguna vez me planteé vivir aquí. Trato de recordar algo agradable para darme ánimos. En el pasado no encuentro nada, pero si pienso en mañana, mi parte más perversa se sonríe por dentro. O eso quiero creer.

Nuestro guía llega y me mira a distancia prudencial. Calibra y masculla con sorna: -"Cuarenta y cinco en canal... cada día estás más lustrosa..."- Yo, sin ningún miramiento,  le arreo un puntapié en la espinilla, ( lo bueno de estar en el pueblo, si además no es el tuyo, más, es que puedes dejar de ser civilizada sin que nadie se sorprenda). Cuando se acerca por fin a darnos un beso, oigo que me dice bajito: -"Valiente..."- Me río por no llorar y pienso quien me mandará a mí, venir a enterrar fantasmas, (yo, que no creo en los espíritus) a pueblos perdidos de La Mancha. Pero me envalentono, y digo socarrona: -"¿Tenías alguna duda?"- Y sé que no la tiene, porque todas las tengo yo...

A las doce del día siguiente llamo al timbre tres veces, como siempre. Me abren desde arriba sin preguntar y sin asomarse. Llamada familiar, claro. Subimos las dos la escalera como las que van a morir, y ni siquiera pueden saludar.

Cuando nos ve, mi exsuegra no sabe si alegrarse o morirse del susto. No puedo menos que comprenderla, siento lo mismo. La pregunta que se ha instalado a vivir en mi cerebro desde ayer, vuelve a hacerse presente: "¿Qué coño hago yo aquí?", me digo mientras me dejo besar y abrazar por la mujer que ya no puede hacerme nada. Me reconforta pensar que estará haciendo cábalas por mi presencia, y que nada de lo que piensa que voy a hacer, voy a hacerlo. Pero ella no lo sabe. Casi puedo leer su pensamiento y casi me da pena. Y rabia, porque ojalá fuera yo como ella cree que soy. Pero sólo soy como soy. Asustar a un fantasma. Algo es algo.

Me resulta raro sentarme de nuevo en la cocina en el mismo sitio en el que me senté durante 20 años. Tiene los ojos llenos de lágrimas, y aunque sé que por lo menos la mitad, son de cocodrilo, me emociona la otra mitad y sé que, para variar, no miente cuando dice que me echa de menos. Algo tarde, pero me echa de menos. Miro a mi hija, que seguro está pensando lo mismo que yo, y la veo más hermosa que nunca, y más valiente, y con el corazón más grande que conozco, consolando a su abuela, quitando hierro a estos años de ausencia, y de mentiras que las dos sabemos que no acabarán aquí.

A la hora de irnos, alguien me pide perdón. Y soy tan imbécil, que en vez de disfrutarlo a cámara lenta y con el Aleluya de Haendel de fondo, que es lo que el momento merece, me da tanta pena, que susurro enseguida: -"Anda, tonta, no pasa nada"- y doy un abrazo de verdad a mi excuñada, mientras lloramos las dos a moco tendido. Para matarme. Tonta del todo, porque sé que me arrepentiré de no haber traído un notario que diera fe de todo esto, o por lo menos, disfrutar poniéndoselo todo un poco más difícil. Porque recaerán. Seguro. Y yo volveré a dolerme. Y los habré perdonado en vez de matarlos, o fustigarlos con el látigo de mi indiferencia (o en su defecto, con uno de siete colas).

Ya en la calle, mi hija y yo cogidas de la mano, sonreímos sin volver la cabeza, con plena conciencia de que hemos ganado una batalla en una guerra perdida que nunca quisimos librar.

Pero hay momentos, que merecen un viaje a demasiados kilómetros de distancia, aunque sea muchos años después.

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