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miércoles, 27 de octubre de 2010

Frágiles


La primera vez que recuerda claramente que quiso que se la tragara la tierra, tenía alrededor de 8 años, y trataba de demostrarle a su padre el "entrechat quatre", que había aprendido a hacer, a la primera, esa tarde en su clase de ballet, orgullosa, además, de que le hubieran dicho que colocaba los brazos como nadie.

-¡Vaya! Mira qué pato mareado- dijo su padre con una ironía sorda que atravesó el espacio como una flecha envenenada.

Algo le impidió echarse a llorar. Decidió que llorar era peor todavía que ser un pato mareado. Una intuición casi genética, para salvar la vida ante un depredador. Mantuvo la mirada y se tragó las lágrimas hasta que su padre salió de la habitación.

Por dentro, en esa cajita de fragilísimo cristal dónde cada uno refleja su propia imagen, se oyó el primer crujido de una grieta, pero apagó el sonido con el silencio. Nadie lo supo. Jamás volvió a bailar delante de nadie que le importara. Ni a llorar. A fuerza de oír que sus lágrimas eran de Judas, decidió que nadie más las vería nunca. Y lo cumplió.

Después, las grietas sucesivas acabaron destruyendo por completo la cajita, y en su lugar empezó a crecer un agujero negro que se iba tragando, silenciosamente también, cualquier posibilidad de confianza en algo. Cualquier posibilidad de redimirse de la soledad interior. El miedo, siempre, como compañía.

No sé si lo sabe, pero busca desesperadamente un bálsamo, que no existe, para curar su herida de años de odiarse a sí misma, de pensar que merece lo malo que le pasa, que no es digna de que nadie la quiera, si es que ella llegara a dejar que alguien se adentrara, alguna vez, en su interior. Donde cree que está el monstruo.

No sabe, aunque lo presiente en el fondo, que acabará cayendo en el vacío de su hueco interior, sin permitir que nadie lo conozca, ni que nadie encienda la luz que hace desaparecer todas las pesadillas.

Muda, asustada y frágil sin parecerlo (parapetada como está, detrás de la representación de sí misma), se dejará morir de soledad, antes de tender un puente que, está segura, es muy tarde para construir.

Pero sí sabe. Sabe que si extendiera la mano, quizá, (sólo quizá, seguramente quizá...), alguien podría ayudarla a saltar el vacío, y con el tiempo, quizá (solamente quizá, ojala que quizá...), ella misma pudiera rellenarlo.

Pero el miedo ancestral, el temor más antiguo, sobrevivir (al veneno de la flecha, al dolor de la flecha), no la deja moverse.


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