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jueves, 7 de octubre de 2010

Aventuras



La primera vez que me enamoré completamente en serio, fue de Tarzán. Andaba por mi casa, todavía anda,  una antigua edición de bolsillo de varias novelas de Edgar Rice Burroughs, a punto de desencuadernarse (ya están desencuadernadas…), y yo, a punto de encuadernarme por aquel entonces (ahora ya, a punto de desencuadernarme también), en el verano aburrido de mis 13 años.

Me leí todas las que había: Tarzán de los Monos, El Regreso de Tarzán, Las fieras de Tarzán… Ese Agosto, yo atravesaba la jungla de liana en liana, amparada por la enorme figura del mono blanco, que debía parecerme el sumum de lo masculino singular, y Jane Porter me parecía la mujer con más suerte del mundo hasta que llegué a El Hijo de Tarzán. En ese momento, y con una absoluta falta de lealtad hacia su padre, salté de generación para enamorarme perdidamente de Korak, y desear ser Miriam, la valiente y bella árabe secuestrada por un traficante de esclavos, que no se doblegaba ante tal infortunio, convencida de que su hombre llegaría a tiempo del rescate. Y llegó, claro.

Hubiera dado mi bazo (el brazo me hacía falta para las lianas), por convertirme al islamismo si hacía falta, y vivir para siempre colgada de un árbol entre monos. Cómo hemos pasado de eso, a convertirme en una sensata mujer de 52 años, ordenada, metódica, madre gallina, y conforme con el discurrir de mi vida pacífica, es algo que no llego a explicarme todavía.

Algo más mayor, a los 17, volví a enamorarme seriamente de otro personaje. Esta vez era un gallego perdido en Londres, recién acabada su licenciatura en Económicas, a finales de los años cincuenta. Me hubiera cambiado sin pensarlo, por Huguette de Guenard, la inolvidable camarada de correrías. Los dos en un país extraño, los dos en situaciones raras y nuevas, o raras por ser nuevas, o nuevas por ser raras. Martín Canel Cerdá era él, y Pasos sin Huellas, la novela que, por cierto, ganó el Premio Planeta en 1958, curiosamente el año en que nací yo.

El cuarto personaje que ocupó mi corazón casi para quedarse de por vida, ya alrededor de la treintena, fue  el sarcástico, mordaz y encantador Tom Wingo, protagonista de El Príncipe de las mareas, la magnífica novela de Pat Conroy. Mucho más tarde, la vida me brindaría la oportunidad de ser Lowenstein. Y lo fui. Lo recuerdo como una de las más hermosas épocas de mi vida. Y de las más tristes. Cuando vi la película, podía reconocerme en tantas escenas, que a punto estuve de operarme la nariz a lo Streisand...

Lo peor del paso del tiempo (que era a lo que iba antes de enrollarme tanto con lo literario), es que nos va robando trozos de nosotros. Y no sólo de colágeno de los lados de la cara para que se nos descuelgue, que también, si no del colágeno del alma, para que se nos acaben descolgando las cosas que fuimos alguna vez, y que, si lo piensas parece que fue ayer, o parece que podrías retomarlo mañana.

Yo era aventurera, lanzada, ocurrente, sexy (lo juro). Quería ver mundo, vivir mil vidas, una oportunidad en Broadway y tener una casa sobre la arena, en alguna playa desierta, para ver las tormentas sobre el mar en invierno. Y hacerme vieja de golpe a los 70 y morirme sin más. Y sin menos.

Y hasta ese momento, amar y ser amada con el arrojo de Tarzán y Jane, con la pasión de Korak y Miriam, con la ingenuidad de Martín y Huguette, y con la esperanza, la valentía y la desesperación de Tom Wingo y Lowenstein.

Pero el tiempo consigue que te conformes con tener un trabajo, pagar la hipoteca (que no es poco) de un piso relativamente cerca de una playa concurrida, ver crecer a tus hijos, querer pacíficamente a tu hombre y tener un plan de jubilación.

Menuda trampa es esto de la vida...

3 comentarios:

  1. No deberiamos conformarnos con no volver a enamorarnos, pero no hay ningún superheroe hoy en dia que se lo merezca, porque quedarse pillada de mario bros o de los vampiros tiene un potaje.

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  2. A Mari Broos, me niego. Aunque era fontanero o algo así, no? Habría que pensárselo, Marín, que están muy cotizados... ;))

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