Hablo con una amiga por teléfono:
-“Y nada más terminar, cuando yo esperaba ese momento tierno de después, va, se da la vuelta, se calla, y se pone a mirar al techo. ¿A ver, tú qué dirías?”
Yo, que hace rato que me sonrío recordando, iba a decir algo, pero me callo ante el montón de improperios que oigo que le dedica al interfecto, al otro lado del hilo telefónico. Que se desahogue, pobrecita. ¿Quién, de este género nuestro, el femenino digo, no ha pasado alguna vez por algo parecido? Me siento tan solidaria…
Cuando se tranquiliza y me deja meter baza, le cuento lo de la oxitocina. Seguramente porque a mí me tranquiliza saberlo, y me ha ahorrado algún que otro disgusto, y espero que, en ella, la información tenga un efecto parecido. Debería enseñarse (como tantas otras cosas) en los colegios.
La oxitocina es una hormona que se sintetiza en el hipotálamo, y que hombres y mujeres segregamos desde la hipófisis, en determinadas ocasiones y en distintas cantidades, y cuya característica principal, es producir, dicho en corto y en plata, la sensación de apego.
Las mujeres la segregamos en cantidades ingentes durante el parto y eso, amén de otras cosas y sustancias, hace que nos sintamos inmediatamente apegadas a nuestro bebé y nos parezca monísimo, aunque esté arrugado, colorado, deformado y llorando, y nos haya hecho estar en una posición poco elegante, durante las últimas catorce horas, e incómodas, hinchadas, gordas, meonas e insomnes en los últimos nueve meses.
Durante el enamoramiento también se segrega oxitocina, lo que explicaría satisfactoriamente que nos enamoremos de gente rarísima que, en estado normal de nivel de esta hormona, sólo nos gustarían como compañeros de viaje en autobús, o algo así, pero no como compañeros en el viaje de la vida. Así terminan algunos viajes.
En el orgasmo, la oxitocina vuelve a hacer una aparición estelar. En las mujeres en mucha mayor cantidad que en los hombres, pobrecitos ellos. Por eso, probablemente, a nosotras nos gustan los “después” más largos, y ellos darían algo por quedarse solos y dormir a pierna suelta, pero en su defecto y por educación, sólo se ponen a mirar al techo y a recuperarse del esfuerzo. Por eso, y porque son hombres, y nunca se sabe. Por si hay que repetir, supongo, que dios les pille confesados y preparados. Deportistas de élite, vamos.
Al final, y no estoy segura de que sea un consuelo, vamos a resultar ser nada más (y nada menos) que un montón de sustancias químicas y de descargas eléctricas variadas, y todas las diferencias entre los dos sexos y a veces entre el mismo incluso, se explicarán por un quítame allí esas moléculas de calcio, ese cortisol, o aquella serotonina.
Todo el romanticismo, el amor eterno, la simpatía o el odio, explicados por un sistema límbico más impregnado por una sustancia determinada que por otra. Señor.
Si es que no somos nada…
No hay comentarios:
Publicar un comentario