Nos acostumbramos a todo. Al ruido, a las injusticias y a la muerte. Vemos el telediario mientras comemos, y seguimos comiendo, independientemente de que nos hablen y nos enseñen a la princesa del pueblo, a los rehenes de la guerrilla colombiana, un vídeo de violencia escolar, o campos de refugiados. Da igual. Sólo así me explico que puedan pasar cosas como las que están pasando ahora mismo en Siria, por ejemplo.
No soy una experta, como comprenderéis, ni en Oriente, ni en Occidente. No sé, aunque lo intuyo, (seguramente porque los humanos no somos tan distintos unos de otros, aunque nos separen muchos kilómetros), qué clase de odio heredado puede llevar a la gente a matarse con esa saña. Sin descanso, sin tregua y sin perdón, por ninguna de las partes. A estas alturas ya, odio, dolor y miedo, en forma de venganza, hábilmente manipulada por los que tiran de los hilos. Y, seguramente, muchos intereses lejanos y ocultos.
No voy a tratar de explicar las claves de conflictos que se vienen sucediendo desde hace tanto, que creo que nos hemos acostumbrado, (como a tantas atrocidades), a vivir con ellos como si fueran lo más natural del mundo, o lo que es peor, como si fueran inevitables, o se los hubieran buscado por su mal comportamiento no occidental. Lo único que quiero decir es que me indigna como se ningunea la vida. Como se quita importancia a que miles de personas, no sepan cómo acabará su día, ni el de sus hijos. Su día a día. Ayer, hoy, mañana cuando se levanten.
En todos los periódicos veo fotos de niños heridos, o muertos. De adultos gritando y corriendo con ellos en brazos, ensangrentados, desmayados o llorando. Los niños de las guerras. Los que luego, si sobreviven, tendrán un motivo para seguir matando. Y muriendo. Perpetuar el horror que vivieron, creyendo que así pagarán los culpables. Convencidos, todavía, de que las guerras tienen un ganador.
Pero no pagamos. Culpables somos todos los que, sabiéndolo, consentimos que estas cosas sucedan. Los que, en esta era de la información y la comunicación, no las utilizamos para cambiar las cosas sino para perpetuarlas, pero sí para sabernos, como si fuera la nuestra, la vida privada de los "famosos". Culpables somos los que, como yo ahora, escriben indignados un momento, y al siguiente olvidamos, porque no "podemos" hacer nada, y no sirve de mucho amargarse la vida. Seguramente porque tenemos una vida que poder amargarnos.
A veces, en mis peores pesadillas, me imagino en situaciones así. Cómo se debe sentir una madre con su bebé muerto entre los brazos, en una guerra que, todavía, ni siquiera era la suya. Morir por haber nacido en un sitio o en otro. Sin tiempo para decidir si serás violento o pacífico, tolerante o fanático.
Padres e hijos sin tiempo para jugar, sin tiempo para reír, sin tiempo para enfadarte por las malas notas o porque quiera escabullirse de la ducha. Sin tiempo para enseñarle el nombre de las estrellas en las noches de verano, o cómo se colocan las piezas del puzzle, en las largas tardes del invierno. Sin tiempo material.
He leído esta mañana que se cumple un año de la llegada de la Primavera Árabe a Damasco. Según la ONU, hay más de 7.000 muertos y miles de desaparecidos. Asad sigue aplastando cualquier intento de rebelión. No debe gustarle la primavera.
Y mientras, la oposición intenta su reconocimiento internacional, pero sin poder ponerse de acuerdo en lo mínimo exigible, para ser reconocida como interlocutor por los demás países que estamos asistiendo, impávidos, o casi, a tanta muerte y tanto sufrimiento.
Esta u otra excusa, no se ponen de acuerdo, allá ellos, nos permitirá dentro de un rato, dejar de pensar en eso y dedicarnos a preocuparnos por si lloverá o hará sol, mañana. Y olvidaremos, otra vez, que hay niños que mueren. De hambre, de guerras, de injusticias. Que no habrán de preocuparse del tiempo que hará en Semana Santa, porque lo más seguro es que no tengan un mañana.